La grissa
1.
Clichés de drogas, criminalidad
y pobreza dominan el pensamiento europeo sobre toda América del sur.
Diferente, color café, se levanta ella. Escombros al sur, y palacios de
cristal al norte, Bogotá.
Siempre molesta al
principio. Desde lejos adiviné cuál era mi puerta de embarque. Diez o
quince personas se amontonaban alrededor de la chica que estaba tras el
mostrador, acosándola a preguntas. Desde lejos se podía adivinar su cara
de exasperación. Yo sabía lo que estaba pensando. Me senté en primera
fila, segura de que se iba a armar jaleo. Casi siempre se arma. Cuestión
de culturas.
Había volado desde
Tenerife hasta Madrid cinco horas antes, en un vuelo de tres donde no
crucé ni un sencillo hola con el pasajero contiguo. Cuestión de culturas.
Sin embargo, cuando embarqué en el vuelo a Bogotá, me tocó al lado una
niña mulata deseosa de saber. Simplemente me dejé llevar; le conté, me
contó y me enganchó su ternura. Apoyó su cabeza contra mi hombro y a la
media hora del despegue se quedó dormida. Se despertó con la cara llena de
babas. No recuerdo su nombre, pero esas nueve horas fuimos hermanas.
Cuestión de culturas.
La primera sensación al
llegar fue de desorden. Gente corriendo, empujando, un aeropuerto sin
señales. Me perdí sin siquiera haberme movido.
Caminar y caminar con rumbo físico, porque sabes que los Andes están al
oriente y ellos sirven para poder guiar por la ciudad, pero la gente se
pierde entre muros de cemento. El transporte público mata, con señales
indescriptibles sobre las rutas de cada vehículo. Una locura de
abandono en calles desconocidas en momentos desconocidos, ya que a veces
se duda el estar en el año 2008 o en 1958.
Bogotá, ciudad triste llena de cantantes, de bailarines, de artistas, de
supervivientes del caos. Contemplo a una señora que cambia el pañal de su
niño sobre unas cajas de verduras, en una esquina cualquiera, bajo una
sombrilla de color azul, amarillo y rojo. Vende apio, cebolla, papas,
bananos. La veo tras el cristal de la guagua y me apiado de su soledad y
de su pobreza. Es ahí cuando me abofetea. Levanta al niño en brazos, ya
cambiado, lo besa con la cara llena de felicidad, de madre. En esa calle
congestionada de Bogotá ellos, sucios los dos, ríen en medio de las pitas,
los coches y la gente. Nadie los mira al pasar. Son invisibles, pero ella
sigue riendo porque no le importa lo que ni yo ni nadie podamos pensar.
Calles sin asfaltar,
sucias, grises como la ciudad. En la oscuridad parecen terribles. Las
figuras se deforman como caricaturas terroríficas. Miedo a entrar en
ellas. Abandonar la calle principal es un reto. Nos adentramos en una
calle colindante, luego de mis tres negativas anteriores. Miedica, me
decía. Qué periodista vas a llegar a ser con ese miedo. Es tan sólo una
calle oscura. Nos acababan de atracar hacía un rato, y yo todavía
temblaba. Temblor hacia unos niños de apenas trece años el mayor. Miedica.
Al entrar en la calle me agarré fuerte a mi acompañante. Y miré, por
primera vez miré en vez de ver.
Las
figuras
terribles que se veían a lo lejos no eran más que una madre y su niña, o
tal vez un hombre paseando
al perro. La gente nos miraba
con desconfianza, ya que nosotros éramos los extraños para ellos. Nos
temían a nosotros. Extraña paradoja.
Miedo del que va delante
de ti, también del que va detrás. Todo se teme en esta ciudad. Todo lo
temo yo. Niños de ojos tiernos, sucios de pobreza, gigantes malvados
cuando se acercan. Todo es gris si sólo se ve, pero si se mira con
cuidado, se aprecian los colores.