domingo, 5 de mayo de 2013

Historias

Hoy un día propicio para estas líneas...
La grissa
 
1.                 
Clichés de drogas, criminalidad y pobreza dominan el pensamiento europeo sobre toda América del sur. Diferente, color café, se levanta ella. Escombros al sur, y palacios de cristal al norte, Bogotá.

     Siempre molesta al principio. Desde lejos adiviné cuál era mi puerta de embarque. Diez o quince personas se amontonaban alrededor de la chica que estaba tras el mostrador, acosándola a preguntas. Desde lejos se podía adivinar su cara de exasperación. Yo sabía lo que estaba pensando.  Me senté en primera fila, segura de que se iba a armar jaleo. Casi siempre se arma. Cuestión de culturas.

     Había volado desde Tenerife hasta Madrid cinco horas antes, en un vuelo de tres donde no crucé ni un sencillo hola con el pasajero contiguo. Cuestión de culturas. Sin embargo, cuando embarqué en el vuelo a Bogotá, me tocó al lado una niña mulata deseosa de saber. Simplemente me dejé llevar; le conté, me contó y me enganchó su ternura. Apoyó su cabeza contra mi hombro y a la media hora del despegue se quedó dormida. Se despertó con la cara llena de babas. No recuerdo su nombre, pero esas nueve horas fuimos hermanas. Cuestión de culturas.

      La primera sensación al llegar fue de desorden. Gente corriendo, empujando, un aeropuerto sin señales. Me perdí sin siquiera haberme movido.

     Caminar y caminar con rumbo físico, porque sabes que los Andes están al oriente y ellos sirven para poder guiar por la ciudad, pero la gente se  pierde entre muros de cemento. El transporte público mata, con señales indescriptibles sobre las rutas de cada vehículo. Una locura de abandono en calles desconocidas en momentos desconocidos, ya que a veces se duda el estar en el año 2008 o en 1958.

      Bogotá, ciudad triste llena de cantantes, de bailarines, de artistas, de supervivientes del caos. Contemplo a una señora que cambia el pañal de su niño sobre unas cajas de verduras, en una esquina cualquiera, bajo una sombrilla de color azul, amarillo y rojo. Vende apio, cebolla, papas, bananos. La veo tras el cristal de la guagua y me apiado de su soledad y de su pobreza. Es ahí cuando me abofetea. Levanta al niño en brazos, ya cambiado, lo besa con la cara llena de felicidad, de madre. En esa calle congestionada de Bogotá ellos, sucios los dos, ríen en medio de las pitas, los coches y la gente. Nadie los mira al pasar. Son invisibles, pero ella sigue riendo porque no le importa lo que ni yo ni nadie podamos pensar.

     Calles sin asfaltar, sucias, grises como la ciudad. En la oscuridad parecen terribles. Las figuras se deforman como caricaturas terroríficas. Miedo a entrar en ellas. Abandonar la calle principal es un reto. Nos adentramos en una calle colindante, luego de mis tres negativas anteriores. Miedica, me decía. Qué periodista vas a llegar a ser con ese miedo. Es tan sólo una calle oscura. Nos acababan de atracar hacía un rato, y yo todavía temblaba. Temblor hacia unos niños de apenas trece años el mayor. Miedica. Al entrar en la calle me agarré fuerte a mi acompañante. Y miré, por primera vez miré en vez de ver.

     Las figuras terribles que se veían a lo lejos no eran más que una madre y su niña, o tal vez un hombre paseando al perro. La gente nos miraba con desconfianza, ya que nosotros éramos los extraños para ellos. Nos temían a nosotros. Extraña paradoja.

      Miedo del que va delante de ti, también del que va detrás. Todo se teme en esta ciudad. Todo lo temo yo. Niños de ojos tiernos, sucios de pobreza, gigantes malvados cuando se acercan. Todo es gris si sólo se ve, pero si se mira con cuidado, se aprecian los colores.
 

UN REGALO